domingo, 21 de septiembre de 2014

( Capítulo I) El casting. Mi experiencia en Exodus.



   
Mi preparación para Exodus comenzó en mi muy temprana niñez allá en Caracas. En lo más profundo del mundo de los sueños, me entrené para volar. Aún antes de haber leído nada sobre el cordón de plata y los viajes astrales de los años sesenta, de pequeño empecé a soñar que aprendía a volar en  las calles de la vecindad. De día, mientras mis compañeritos se dedicaban a faenas tales como: halar con un mecate a un gran perro bulldog  o buscar tesoros escondidos debajo de las piedras; u otros más tremendos quemaban algún pajonal de las cercanías, quien escribe se pasaba las tardes, después de la escuela:  midiendo la calle, explorado los alrededores, pateando el cemento, calibrando los baches, sacudiendo los brazos, estudiando las casas y en definitiva  sopesando la manera de saltar por encima del gran muro que se erguía retador al final de la calle, y que escondía detrás, un árbol  de granadas, cuyas ramas superiores se veían desde la distancia.


     Durante las noches, cuando dormía agitado en la cama, me empeñaba en dar brincos y más brincos mientras soñaba; corría de un extremo de la calle al otro y saltaba lo más que podía. Y caía y caía, y seguía y corría, seguía y caía y vuelta a empezar.  Mamá muchas veces entraba apresurada a mi habitación y me preguntaba si tenía alguna pesadilla, le decía que no pasaba nada,  para dormirme lo más pronto posible, y continuar el sueño donde lo dejé. Gradualmente mis saltos nocturnos fueron aumentando hasta alcanzar los varios metros de altura. Me sentía feliz. Una noche, o gran día en mi sueño, por fin logré vencer el muro de una vez por todas, corrí lo más que pude y me elevé varios metros sobre el nivel del suelo lo suficiente como para pasar por encima del árbol de frutas rojas, que lucían abiertas saludándome.

     Aleteando como un pájaro y de pie como un Cristo, mis incursiones nocturnas se hicieron más frecuentes. Ya no me conformaba con mirar la casa donde vivíamos desde las alturas, quería ir más allá. La brisa de aquella Caracas plácida y tranquila de mis primeros años, era deliciosa en el contacto con mi piel; detenido en las alturas, a cientos de metros sobre los tejados de la capital, contemplaba abajo a la ciudad durmiente. El espíritu de gozo y la plenitud de mi alma de niño en ese entonces, contrarrestaba cualquier posibilidad de pánico resultante de las observaciones inquisitivas, no de los de abajo sino de los de arriba.

     Superado el miedo, el ascenso y la estabilidad, muchos años después y ya mayorcito  me volví más temerario y mis órbitas se expandieron aventurándome a visitar otros países donde había vivido y había partido varias veces. Veía desde mi cama las inmensas azoteas de los viejos edificios de las ciudades de Norte América, donde vivía gente que tanto amé. Descubrí que cuando se quiere con intensidad ninguna frontera terrestre, por muy blindada que se encuentre, puede impedir que el alma vuele.


     Una vez sobrevolando los campos que se extendían interminables en un suelo llano, proclive a los tornados, estuve a punto de caer sobre una manada de vacas encerradas entre alambres de púas. Por más que batía los brazos no podía ascender; angustioso caía lenta e irremediablemente sobre ellas; podía inclusive sentir la proximidad y la temperatura de sus cuerpos,  y sentir muy cerca el filo de los alambres que casi cortaban mis pies. Pero retomado el control, volvía a ascender y nuevamente me convertía en el dueño de la libertad en las alturas.

      Dominado el vuelo vertical pasé al vuelo horizontal, me divertía recorrer veloz los pasillos internos de las construcciones siempre con una gran sonrisa, hasta que un día alcancé tal velocidad en el espacio abierto, que no tuve tiempo de frenar y me estrellé de frente contra unos  cables de alta tensión atravesándolos en segundos. Para mi sorpresa, salí ileso sin sufrir ni un rasguño, supe entonces que estaba listo.

     Nunca más se repitieron esos sueños. Sin embargo, desde ese entonces es muy frecuente que cuando camino por las calles, bajo los faroles, se apaguen las bombillas del alumbrado público; también puedo ocasionar cortos circuitos que oscurezcan la urbanización, y en una oportunidad, con un destornillador, la población.



     Cuando llegó a nuestros oídos la noticia sobre el rodaje de Exodus en España, mi familia comenzó una campaña motivacional para que me presentara como aspirante a figurante. Decían que el papel estaba hecho para mí. Yo rehuí a esta nominación todo lo que pude, argumentando que eso era cosa de jóvenes, que se estimaba en miles las personas que se movilizaban de toda Europa y vaya uno a saber de dónde más, que pretendían participar en la película y, lo más importante,  que mi tiempo había caducado. Para serles sincero, la escasez de recursos en nuestras arcas también me preocupaba.  Con el paso de los días la idea de trabajar en Exodus empezó a revolotearme en  la cabeza. Recordaba Los Diez Mandamientos de Charlton Heston y lo mucho que me impresionó. Empecé a concebir la verdadera magnitud de este proyecto, aunado al hecho de que mis hijos también estaban dispuestos a participar.


      Así que el día del casting llegó. Y acompañado por mi hijo Pedro Simón tomamos un avión y nos fuimos a ver qué nos deparaba la vida en Fuerteventura. Desde las alturas, como en aquellos sueños de mi niñez, contemplé la extraordinaria visión de una roca inmersa en el medio del océano; a medida que nos acercábamos, aquella visión insular se transformo en un enorme paisaje desértico, de montañas agrietadas  de hermoso color ocre y puntas redondeadas, como la piel arrugada de los elefantes. Surgió ante mi un paraíso terrenal desconocido, unos paisajes nunca vistos; una conexión con el espíritu escondido de esas tierras afortunadas que me llamaban, me esperaban y me daban la bienvenida. Aún no recuperado de esta primera impresión, el aparato aterrizó mansamente y mientras se posicionaba sobre la pista, recordé aquella brisa caraqueña de mí niñez, cuando contemplaba mi casa desde lo alto: volaba otra vez, pero esta vez,  al lado de  mi hijo con el GPS en su mano.


     Gracias a ese entrenamiento y las altas tecnologías de Pedro Simón logré sincronizar el tiempo y el espacio y descender en el momento preciso, la hora exacta, el lugar adecuado y justo en el centro de un grupo de personas que tomaban café en un bar de la localidad, en una parada obligada,  antes de dirigirse a su lugar de trabajo: era el equipo de casting en pleno, quienes al verme, sorprendidos y amables, me eligieron de inmediato; estaba adentro aún antes de que nos hubiésemos enterado.

     Ese mismo día mi hijo se decantó por otra opción y se fue a trabajar en la producción de Moby Dick ( The Heart of the Sea ), que se rodaba paralela,  en la isla canaria de La Gomera. Por su lado, mi hija Martha Helena había sido contratada y se encontraba trabajando en la extrema, dura y nunca durmiente  Dirección de Transporte en las oficinas de  Exodus, que se encargaba de la ubicación y movilización por vía terrestre, marítima y aérea de miles de personas que venían a trabajar en la película, contactar centenas de aviones privados, viajes "charters" y comerciales  y barcos transportadores provenientes del continente que se acercaban repletos de maquinarias, vehículos y recursos humanos. Sólo para dar una idea, la productora reservó para el equipo  de técnicos,  unas treinta mil pernoctaciones en los hoteles de las ciudades, durante tres meses. Según la prensa distribuyó en pago de servicios y otros rubros más de nueve millones de euros en la isla y cuarenta y tantos millones en toda España. El costo del filme se estima en ciento cincuenta millones de dólares.

      Y, en mi caso, compartiendo apartamento con Martha y amistades participantes en la producción,  me quedé en Exodus: Gods and Kings. Muy lejos estaba de imaginarme, ni por asomo,  que tenía una cita inaplazable con Ridley Scott y Christian Bale, concertada muchos años antes.
 
Copyright: Pedro Alberto Galindo Chagín
 RPI 00/2015/1462 Madrid

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