En los noventa
trabajé unas semanas en un consulado venezolano ¡no como cónsul ni mucho menos ¡ no
vayan ustedes a creer, sino como pintor de brocha gorda. Mientras los funcionarios se
dedicaban a lo suyo, quien escribe, caído en desgracia por andar de inventor, en vez de redactar tratados internacionales: limpiaba, barría, lavaba,
arrancaba alfombras vetustas y cables inservibles, restauraba puertas y
ventanas y en definitiva; pintaba y acicalaba las paredes
de nuestra misión en el exterior. Eso sí, con el corazón contento, agradecido
por la oportuna “chamba” y la oportunidad de servirle al país.
De súbito me topé con una habitación oscura y polvorienta
repleta de ejemplares de un libro, cuyo
único contenido era resaltar la figura y méritos de un desabrido cónsul
anterior, ilustrado con decenas de fotografías de este augusto personaje, en
multitud de poses y homenajes, rígido y
solemne, marcial más bien, como si de estatua de bronce se tratara.
Recibida la orden de la
nueva cónsul designada, mujer competente, internacionalista, colega y quien
me trató muy bien, deseché las cajas de
esos panfletos al contenedor de los desechos.
Pintado e inmaculado nuestro consulado de nuevo, y una vez cobrado mis "emolumentos", no me fui sin antes darme el gusto de tallar el Escudo de Venezuela y
clavárselo a la pared.
Años Luz después, regresé al mismo lugar, verificando
que no quedaba nadie de aquel entonces, pero el escudo… ¡El escudo estaba allí!
Copyright: Pedro Alberto Galindo Chagín
Como el árbol que resiste a la intemperie y ve pasar los años y las décadas y todo cambia a su alrededor pero el sigue allí. Como el escudo.
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