Relato autobiográfico
“Tus hijos y tus hijas no están solos, confía… ellos encontrarán el camino que los adultos no supimos ver”
ADVERTENCIA
Algunas escenas pueden resultar inquietantes o dolorosas. El contenido no busca herir, sino reflejar, con honestidad, la fragilidad y la crudeza de ciertas verdades.
Nota del autor
Queridos lectores y lectoras, las páginas que presentaré a continuación no pretenden ser un cuento infantil, aunque a las primeras líneas, pudiera parecerlo. Más apropiado sería considerar que es un escrito dirigido a los adultos, para comprender mejor la niñez.
Pensé que abordaría una sencilla y distendida historia —como sólo puede ser la de un niño de trece años y su perro—, pero no fue así. Al sumergirme en ella, me encontré con una situación pasmosa: un laberinto de obstáculos casi infranqueables de superar.
Es, sin duda, un caso que tiene muchas aristas, para que cada quien lo interprete a su manera.
De mis memorias he extraído estos acontecimientos, que a lo largo de los años parodié e incluso llegué a tildar de jocosos en reuniones con amistades. Hoy los contemplo, décadas después, con un mudo asombro.
He llegado a comprender—y más allá, valorar— alguno de estos pasajes perturbadores; porque, si me permiten la expresión, hasta lo atroz se ama: nos forjó el carácter y dio sentido, profundidad y seguridad a la existencia.
¿Por qué lo escribo? Porque me lo han pedido. Representa la historia hablada del caserío donde me crié, una deuda muchas veces aplazada.
Más allá de eso, creo que lo narrado no será fácilmente olvidado. Y —quién sabe— acaso pudiera ser de alguna utilidad.
¿Alguna reticencia? Sí, un poco. No porque pudiera calificárseme de una manera u otra en mi exposición —al fin y al cabo era un niño—, sino porque podrían juzgarse ,salvo honrosas excepciones, a personas, profesionales o instituciones, muchos de ellos ya desaparecidos, cuyas acciones u omisiones descritas o sugeridas en estos sucesos pudieran considerarse reprobables en las llamadas “ sociedades avanzadas” de hoy.
Su conducta, a veces incomprensible, obedecía más a las costumbres de la época que a un verdadero desinterés por el bienestar y protección de la infancia.
Pero antes de entrar a la trama que nos ocupa, permítanme situarlos brevemente en el contexto del planeta y de algunos acontecimientos globales que marcaron los primeros años de la década de los sesenta, sólo como marco referencial del testimonio que leerán.
Gracias,
Pedro Galindo
Capítulo I
El mundo, un tanto alejado de la posguerra, estaba inmerso en luchas ideológicas. La “Guerra Fría” enfrentaba a las grandes potencias, en su afán de ampliar sus áreas de influencia a toda costa. Desde la producción de armamentos nucleares, hasta la vertiginosa carrera espacial, se convertían en puntos de honor nacional, estimulados con la propaganda de sus respectivos gobiernos.
No todo era política y amenazas. En el lado cultural aparecía: ¡“El rocanrol”!
En cuanto a mi país, Venezuela se estrenaba con una democracia incipiente después de diez años de dictadura. Surgía una nueva Constitución y el país reivindicaba sus ingresos petroleros, muy fortalecidos en término de intercambio, perfilándonos como una potencia mundial.
El venezolano bien situado, tenía acceso a las nuevas y modernas comodidades que brindaba un bolívar fuerte, casi a la paridad del dólar. Quien tenía, podía. La educación y la salud eran gratuitas. Los inmigrantes prosperaban en nuestra patria y enviaban sus remesas a sus seres queridos en el exterior. Sin embargo, y por contraste, pese a los avances sociales en muchas áreas, la pobreza subyacente existía en grandes masas de la población, como ha ocurrido siempre en nuestros países latinoamericanos. Hay que decirlo.
En cuanto a mi familia, había fijado su residencia en la población de Los Teques, en el Estado Miranda, a unos 25 kilómetros de la capital, Caracas. En ese entonces, como casi todos los pueblos de mi país, tenía el encanto propio de su aislamiento: clima envidiable, gente tranquila, vecindad fraternal y noches solitarias, con neblina perenne que descendía sobre los árboles, los techos de las casas y entraba sigilosa por los pulmones, para ser exhalada en nubecitas de algodón “como si estuviésemos fumando”.
En ese contexto, Los Teques experimentaba el lento tránsito de un pasado apacible y montañero, hacia una gran capital de estado, alimentada por su condición geográfica de ciudad dormitorio de Caracas.
Nuestra casa, la “Quinta Martha” —donde se suceden parte de los hechos que narraré—, en honor a mi madre, era una casona con unos dos mil metros de terreno que habían adquirido mis padres en su época de oro. Una construcción paradisíaca de paredes blancas y techos de tejas rojas, rodeada de jardines con árboles frutales: naranja, nísperos, toronjas, limas, limones, mangos y hasta guayabitas del Perú; la delicia de los pájaros azulejos, que en bandada se regocijaban con sus frutos. Además: flores, senderos de piedras, faroles y un pequeño estanque con una fuente o pileta central, que por su importancia testimonial en este documento, antecede con su imagen las palabras. Todo ello rodeado por muros y rejas cuyo frente abarcaba toda la extensión de la calle.
Debo decir que mi vida era grata, sin problemas, bien dormido, comido y vestido; amparado por la familia, era dueño de mis dominios. En fin, que tan cómoda y cuidada era mi existencia que pocos recuerdos relevantes guardo de mi niñez, más allá de viajes a la playa en vacaciones escolares y los juegos que compartía con los niños y niñas de la vecindad, quienes en avalancha siempre estaban prestos a echar una buena partida de cocos, trompos, perinolas, metras, papagayos; incluyendo, los carnavales con agua y los patines “Winchester”, en Navidad.
Como es natural, la chiquillería se mantenía un tanto aislada del acontecer nacional e internacional, excepto por las noticias que, de vez en cuando, mirábamos con nuestros padres en el televisor B&W, a la espera de alguna película o programa estelar.
Los niños rara vez salíamos del poblado, por lo que mi mundo se reducía a la distancia que alcanzaban mis pies, y mis conocimientos, a los de la escuela o hasta donde me llegara el entendimiento. A falta de las nuevas tecnologías de hoy, aprendíamos a través del movimiento, el contacto social con el vecindario y la multiplicidad de juegos. Vivíamos hacia afuera; la casa era sólo para comer y dormir.
Éramos pues, felizmente atendidos mis hermanos Álvaro, Iván y yo, por una madre paciente, diligente, esmerada y amorosa quien pocas veces salía de casa, atareada en su rol de ama de casa. En mi caso, me permitía flojear los fines de semana en la cama, leyendo suplementos de comiquitas; mientras me llevaba el desayuno de panquecas con miel y jugo de naranja, recién exprimido, de los árboles del jardín. Se encargaba directamente de nuestra crianza: escuelas, tareas, vestimenta, comidas, gripes, peleas y algunas veces… perros.
Además, servía de enlace entre las órdenes de mi padre y nosotros:
—¡Pedro Alberto, dice tu papá que le vayas a comprar el periódico!
Y uno salía volando, porque las órdenes de papá no se chistaban.
Y es lógico: nuestro padre Pedro, aunque polifacético y extrovertido personaje de la sociedad tequense —quien más parecía con su bigote acicalado, sus elegantes modales y su porte fino, un actor de Holywood que un papá—, arrastraba el método de la vieja escuela a la hora de impartir educación. Ejercía la autoridad vertical, casi absolutista, pensando que era lo mejor para sus hijos.
Sólo con la mirada tenía la capacidad de reducir mis carreras alborotadas, de cien kilómetros a cero, en una fracción de segundo. Supervisaba de lejos, no muy atento.
Mi hermano Álvaro, el primogénito, era la imagen y semejanza de mi padre: su exitoso sucesor en los juegos de mesa y boliche del Miranda Country Club. Su excelente desempeño en los estudios y particularmente en los deportes lo exaltarían, años después, al Salón de la Fama del Bowling Venezolano.
Mi hermanito Iván, siete años menor que yo, era en ese entonces chiquito y flaquito. Con su cara dulce, mirada melancólica y ropas deshilachadas y embarradas, más parecía un niño desamparado, que el consentido que todos querían abrazar. Había quien le llamaba “mediecito”, en alusión a la moneda más pequeña del país. A pesar de su corta edad, participaba entusiasta en los juegos y diversiones que se nos ocurrían a los más grandes.
En cuanto a mí, Pedro por las buenas, “Pedroalberto” por las malas, era el hijo central; el del medio, pues. Privilegiada condición que me permitía ser un tanto realengo e independiente, porque, como es lógico, la mayor atención tira hacia los extremos.
Decirles que en aquel entonces era un niño bastante proactivo en el vecindario, regularzón en los estudios, algo bien parecido, como la mayoría de niños de mi edad, excepto por lo medio catire y ojos verdes —la excepción de la casa y la vecindad—, rasgos estos seguramente provenientes de mis ancestros árabes maternos. Ojos que, de pequeño, me hacían huir despavorido y ruborizado ante los elogios de las muchachas.
En lo social: altamente conciliador y buen compañero.
De mi escuela primaria se han fijado en mi mente: La Plaza Bolívar de Los Teques, con la estatua ecuestre del Libertador; la Catedral de la población, con su enorme torre y reloj antiguo; así como el colegio San Felipe Neri, donde cursé mi primaria.
¡Cómo olvidar a la directora, las buenas maestras y mis compañeritos de clase! El uniforme de caqui gris de diario y el de gala, azul marino, con guantes y correa blanca, para ocasiones especiales. Los libros forrados en papel verde, los creyones Prismacolor, los lápices Mongol, la hojilla del sacapuntas...
Y, como signo de esos tiempos… la muerte de Kennedy.
—¿Qué pasó, maestra? —pregunté cuando, al llegar al colegio, la encontré llorando a la entrada de la clase.
—Que mataron al presidente Kennedy, váyase para su casa —respondió.
Pues que de recuerdos se me empezó a llenar la cabeza, en ese tránsito inolvidable de la niñez que parecía eterno y donde todos los sueños son posibles. Memorias, que con el pasar de los años, se volvieron dispersas, itinerantes en nuestra mente hasta que fueron rellenadas y solapadas entre capas y capas de nuevos acontecimientos, quedando literalmente aplastadas a la llegada de la adultez.
Sin embargo, hubo un recuerdo —tan inquietante y turbador, como amable y añorable— que interrumpió la apacible seguridad de mi existir.
Ha perdurado en mi hasta hoy; y por su importancia —al menos en la formación de la persona que soy— he decidido finalmente publicarlo, y compartirlo con quien tenga a bien leer estas líneas: mi primera mascota, Pinky.
Capítulo II
Lejos estaría de imaginarme que Pinky haría que mi nombre resonara a través de las ondas etéreas de Radio Miranda, la principal emisora de la población:
—¡Atención! ¡Atención! Mensaje importante para la población: se busca con carácter urgente a... Cualquier información favor comunicarse con…
Pinky era un cruce entre una perra cocker spaniel y un pastor alemán, pertenecientes a la familia de enfrente, los García, inolvidables amistades, quienes amablemente me lo obsequiaron a mis ocho años. Transitamos juntos un largo período de mi infancia hasta su culminación, en los eventos que a su debido tiempo revelaré en esta historia.
Éramos el uno para el otro. Negro como el azabache, de tamaño mediano, pecho fuerte y largas orejas. Aprendí con él, el olor de los perros recién nacidos. Esperaba ansioso que abriera los ojos y que fuera destetado de su gruñona madre de largo pelaje dorado, para que fuera mío.
Pasada su etapa de cachorro y ya adulto, parecía un perro cazador, obedecía a mis órdenes al instante. Lo azuzaba a los perros callejeros, que como salvaje jauría se adentraban en el jardín, invadiendo nuestro territorio.
—¡A ellos Pinky! ¡Cógelos Pinky! —gritaba—. Y él salía veloz con toda su bravía a repartir mordiscos y hacerlos correr despavoridos, porque sabían que era el perro del dueño: fuerte, guapo y apoyado. Y yo, ¡Tan orgulloso!
Sin embargo y para mi consternación, de tanto perseguirlos terminó haciéndose amigo de ellos y comenzó a perderse de madrugadas; abandonando la casa saltando por encima de las rejas, y adentrándose en las callejuelas durmientes de la población. Hasta desaparecer entre los ecos de ladridos lejanos.
—¡Pinky!, ¡Pinky! —le llamaba preocupado e impotente en las noches solitarias, para que volviera.
Veía en la penumbra de la calle una masa amorfa y difusa de pelos y patas que pasaba veloz como una tormenta eléctrica de dentelladas, ladridos, aullidos y chillidos, entre ellos, casi invisible: Pinky.
Toda una escena perruna, envuelta en la sempiterna neblina tequense, tan típica de la época.
Luego, el silencio del pueblo y sus calles vacías.
En mi interior, el amparo del hogar se diluía, estrellándose contra esas rejas, y daba paso a una fragilidad desconocida: por primera vez me enfrentaba a la posibilidad cierta de perder lo que se ama.
—¡Pedroalberto! ¡Ven a dormir que mañana tienes escuela! —gritaba mamá a altas horas de la noche.
—¡Ya voy, es que Pinky no ha llegado! —respondía asido a las rejas del jardín, llamándolo repetidas veces.
En las mañanas podía ver en su cuerpo los estragos de sus correrías: el pelo mojado y andrajoso, una cojera de una pata, un ojo rojo, un mordisco por aquí, una costra de sangre por allá, en fin: que aunque fuesen cosas de perros, dolían.
—Pero, Pinky… perrito —le decía mientras lo revisaba—, no ves que estás hecho un desastre; que un día te puede pasar algo malo, que estás todo magullado, y él, con aquellos ojos negros grandes, bajaba la cabeza como avergonzado. Comprendía entonces que hasta lo más querido era fruto del azar y que las ausencias en algún momento podrían ser definitivas.
Mi gran amigo. Para él compré el primer collar de cuero en la tienda de mascotas, con pepitas de plata incrustadas y la primera cadena de eslabones de hierro. Me hacía sentir que entre mis manos llevaba algo poderoso; un perro ¡mi perro! fuerte como un toro e inteligente como el que más.
Qué presuntuoso me sentía atravesando la ciudad de punta a punta, unas veces solo y otras acompañado de algún buen amigo. En una mano la cadena con el perro y en la otra, una armónica que entonaba orgulloso y sorprendía los oídos de los viandantes, quienes me saludaban al pasar.
En aquel entonces, la ciudad era tan segura que los niños podíamos deambular por las calles solos, casi que a cualquier hora del día, noche y hasta de madrugada, para asistir a las misas de gallo, en navidad.
Claro, como la mayoría de los niños de mi edad, era diligente para pavonearlo, pero perezoso para atenderlo.
—¡Pedroalberto! ¡Anda a bañar al perro, que no hace más que rascarse! —ordenaba mamá.
Y uno salía espitado a bañarlo. ¡Cómo recuerdo el olor que expedía el primer champú anti pulgas! Empezaba a enjabonarlo por el hocico, para que los insectos huyeran hacia el cuerpo y no se metieran en los agujeros de sus oídos. Luego el chorro de agua fría con la correspondiente sacudida perruna, de la cual salía uno emparamado.
Otras veces, sin que me lo ordenaran, cuando veía a Pinky un poco “apagado” con posibles signos de aquello que conocíamos como “moquillo” —una especie de peste gripal — le enrollaba en su cuello un collar de limones cortados a la mitad. Atribuía a esta mágica solución, que a mi animalito no le pasara nada.
En aquel entonces, la salud de los perros era cosa de los niños. Aunque pertenecían a la casa, no eran considerados miembros de la familia, como ocurre hoy. No se les permitía entrar: vivían afuera, en solares, patios traseros, garajes, jardines o amarrados a cualquier palo. Ni pensar en un perro durmiendo en un sofá.
En cuanto a la relación de los padres —papás— con los perros, era prácticamente nula. Muchos ni siquiera conocían el nombre de la mascota. Para ellos, los perros eran como pollos, conejos o gallinas: cosas de muchachos. Esto se acentuaba aún más, porque los niños, por regla general, huíamos ante la llegada del padre.
Esto no nos amilanaba ni nos preocupaba: nos hacíamos cargo de nuestros animales. Éramos expertos en menjurjes, pócimas y medicamentos. Eran los años de los experimentos y las exploraciones. Todo era nuevo. Descubríamos el mundo a través de la pandilla, la escuela, los juegos y nuestras excepcionales mascotas, con las que crecíamos juntos.
Novedades que aumentaban, generalmente en vacaciones, cuando éramos visitados por primos y primas que vivían en Caracas.
Entre ellos uno de los más asiduos era Arnoldo, unos años menor que yo y cuyos tempraneros anteojos de gruesos cristales, le daban un aire de científico emprendedor. Pasaba varios días en casa inventando.
Uno de los más remarcables “proyectos” comenzaba con pedir algo de dinero a nuestros padres, para comprar en la bodega del portugués los materiales que necesitábamos para los experimentos:
—Señor, deme un medio de pólvora y un real de balines de los medianos, por favor. —Le pedíamos con el par de monedas exhibidas en la mano— Él, mirándonos de arriba abajo, serio y enfundado en su uniforme blanco, extraía lo encomendado de unos grandes frascos de cristal, que tenía a la vista en el mostrador de las golosinas. Envolvía limpiamente el contenido en papel de charcutería, mientras el grupo de muchachitos lo mirábamos extasiados.
Pagábamos, nos entregaba los paqueticos, y salíamos pitando como para no darle tiempo a que cambiara de opinión.
Ya en casa, nos parapetábamos en el garaje que hacía las veces de trastero. Éste era un habitáculo semi clausurado, oscuro, de paredes escarchadas y polvorientas; pocas veces frecuentado, salvo para buscar o guardar algún trasto viejo. Allí procedíamos a rellenar niples de albañilería, cortados y con un extremo toscamente aplastado; apretando con un palito: pólvora, tacos de periódico, balines, tornillos o cualquier trozo de metal que pilláramos por allí.
Una vez fijado el resbaladizo tubo sobre una superficie tambaleante, encendíamos una vela debajo del artilugio para calentar el metal. Cuidándonos de no caer en alguna de las temibles trampas ratoneras, mohosas y oxidadas; que como minas abandonadas de las guerras, pudieran estar activadas en algún lugar.
Apuntábamos hacia una de las puertas que daba hacia el soleado patio del tendedero y brincábamos para resguardarnos detrás de una talanquera hecha con palos, tablas, cajas y muebles desvencijados, no sin antes taparnos los oídos:
—¡Buuum!
—¡Pedroalberto! ¡Qué fue eso! —Exclamaba mamá.
—¡Nada mamá, estamos jugando!
Con el paso de los años, lo primero que se veía en la puerta maltratada de la penumbrosa habitación, eran los orificios con forma de tornillos, balines y tuercas imposibles de ocultar, al brotar de entre ellos múltiples rayos de sol.
Otro de nuestros juegos preferidos eran los combates de papagayos. Se construían con cañas o “veredas” que cortábamos de las orillas de las quebradas, en nuestras excursiones por las montañas. Hacíamos el esqueleto de palitos cruzados, al cual pegábamos papel de seda, con un engrudo de harina y agua. Remataba una larga cola de trozos de telas, que obteníamos del cajón de las costuras de nuestras madres. Luego, se fijaba un artificio llamado “crucero”, donde amarrábamos hojillas que provenían de las afeitadoras de barbas de los papás.
Terribles, amenazantes, desde las azoteas de las casas retábamos a los demás muchachos subidos en sus respectivos techos. Echábamos al vuelo nuestros coloridos papagayos, cortando los hilos de los adversarios en estruendosas batallas celestiales.
Risas y más risas y uno que otro lloro también, pero, ¡cómo nos entreteníamos!
Capítulo III
Tener una casa hermosa traía también sus inconvenientes. La propiedad estaba ubicada en el mero centro de la población, expuesta a las miradas de los transeúntes que pasaban por el lugar. Solo las elaboradas verjas de filigranas de los largos muros nos separaban de la calle, de los indiferentes y de los curiosos.
En una oportunidad mis amigos y yo, fuimos blanco de un ataque sorpresa por parte de muchachos realengos de los barrios menos favorecidos, que circunvalaban la ciudad. Les llamábamos los “vaguitos”, porque andaban desaliñados, mal encarados y buscapleitos. Les teníamos pavor. Se rumoraba que si te cruzabas en su camino, te amarraban al tronco de una mata de mango y te azotaban sin piedad. Yo siempre me cuidaba de no estar en el sitio equivocado, en el momento menos adecuado.
Como surgido de la nada, el grito del centinela nos alertó:
—¡Nos atacaaaaan!
Una lluvia de piedras cayó como meteoritos sobre los que estábamos reunidos en el jardín de la casa, en medio de uno de nuestros juegos. Huimos a protegernos detrás de troncos, árboles y postes de luz, reagrupándonos para repeler el ataque. Contraatacábamos por instinto, sin saber por qué nos agredían, lanzando piedras o cualquier objeto contundente que encontrábamos al azar. El olor a grama mojada se mezclaba con el sudor de nuestros cuerpos. Peleábamos.
El corazón se aceleraba y las manos temblaban ante un hecho de violencia inusitado, rompedor de la armonía. A mi alrededor, semblantes llorosos de algunos compañeros ajetreados en el furor de la batalla.
Rostros ávidos de causar daño asomaban por los barrotes de las rejas. Comenzaba una batalla campal entre los de adentro y los de afuera, como si se tratara de un castillo sitiado. Combatíamos con rasgos serios y, otras veces, con risas, sin tener muy claro si jugábamos o peleábamos.
Una peñona surcó los aires con tal fuerza que impactó en las costillas de Pinky, quien aulló enfurecido. Después de un breve silencio impuesto por el alarido, una nueva andanada de piedras surgió con más fuerza. Expuestos a nuestros certeros proyectiles, finalmente los atacantes huyeron en tropel, gritando atrocidades. Ellos eran más fuertes y rudos, pero nosotros teníamos mejores escondites y municiones.
Una vez superado el incidente, nos dedicábamos, bajo la sombra de los árboles, a contar las bajas: un amigo con un chichón en la cabeza; otro niño sentado en un banco, llorando; Pinky lesionado, lamiéndose la herida; un codo ensangrentado, unos mocos por allí, un raspón por allá...
Éramos en definitiva un grupo de pequeñines aprendiendo a luchar. Eso sí, que no nos pillaran solos en cualquier esquina de la ciudad, porque lo que nos caía encima era una zurra de puños, de la que me escapé más de una vez, a velocidad de gacela. ¿Exagerado? Pues les cuento un episodio que los hará cambiar de parecer:
Un día mientras disfrutaba del sabor de unos jugosos nísperos recostado contra un farol del jardín, súbitamente un clamor rompió el silencio de la tarde, urgiendo a los pájaros abandonar los árboles.
—¡Agárrenlo! —se oyó como un estampido.
Un zagaletón corría calle abajo, sin camisa, sudado y exaltado sosteniendo una antorcha en llamas, al mejor estilo de los juegos olímpicos. Perseguía a un esquelético perrito empapado de gasolina, quien con el rabo entre las patas huía de tan fatídico final.
Detrás, una docena de mozalbetes desbocados, seguían al “atleta” aupándolo para que cumpliera su misión.
—¡Que no escapeeee! —se desgañitaban.
Y como una exhalación, un mal sueño; desaparecían de mí vista. Calle abajo se perdían en pos del pobre animal. En el aire el olor a trapo quemado.
—Ay, Pinky— pensaba para mis adentros—, que no te cojan mal parado.
En aquel entonces, pobre de luces por mis pocos años y apenas entendiendo la realidad, me quedaba en mutismo total sin cursar opinión, con media fruta comida en la mano y la boca abierta. Presenciaba cómo se abría el mundo a mí alrededor, a veces dulce a veces cruel.
Capítulo IV
Decirles que en eso se pasaba uno la vida a lo largo de esos años. Entre una y otra andanza. Pinky, al igual que otras mascotas de la vecindad, siempre presente participando de las travesuras, carreras, juegos y diversiones y otras…, hay que reconocerlo, amarrado a un palo llevando sol.
—¡Pedroalberto! ¡Échenle agua a ese pobre animal, que se va a morir! —ordenaba mamá—. Y uno salía corriendo a llenarle el cuenco con el líquido vital.
Es que entre tanta “ocupación” se me olvidaba. Había que ir al colegio, hacer las tareas, comprar el pan, organizar los juegos y, como si fuera poco, atender al perro; el mismo perrito que más adelante en el relato, desencadenaría uno de los eventos más sombríos de mi niñez.
Por otro lado, no todo era juegos y escuela. También había tiempo para el reposo y la contemplación.
En algún momento de aquel período de mi vida, me dio por leer en solitario, subido a los más altos árboles frutales del jardín. Me iniciaba como lector con La isla misteriosa, de Julio Verne: ¡mi primer libro! El increíble universo de la fantasía y la narración. El poder de las palabras para crear relatos inconcebibles.
Los náufragos, la supervivencia, la adaptación, la ciencia, lo sobrenatural; los piratas, el Nautilus, el volcán… Aquel secreto sumergido entre hojas de papel. Nunca imaginé que los libros pudieran contener aventuras tan fascinantes, alegrar y asombrar tanto; mostrar tierras exóticas y presentar personajes tan sorprendentes.
Como si se tratara de una película, todo lo vivía a través de las palabras prodigiosas del autor. Aún hoy, a más de medio siglo de los eventos que motivaron la historia de mi perro, no he encontrado libro alguno que supere la impresión de aquel primer descubrimiento. Comprendí, en la cima de los árboles, lo que tantas veces decía mamá:
—"Nunca he viajado a país alguno; pero, de tantos libros que he leído, siento que los he visitado todos".
La recuerdo sentada en la mecedora de la sala, leyendo o resolviendo crucigramas, apoyada por su inseparable diccionario Larousse.
Al final de su vida, y después de cientos de miles de crucigramas y dameros resueltos, su sapiencia terminológica era tan grande que rara vez consultaba el diccionario, que yacía a su lado como un pergamino obsoleto. Diría más bien que el diccionario la consultaba a ella. Y nosotros también.
Desde las ramas, encaramado al árbol, entre azulejos, paraulatas, reinitas y chicharras, contemplaba el mundo a través de la narrativa, así como observaba los techos, jardines y personas que entraban y salían de la casa. Pinky, a los pies del tronco, hecho un ovillo, me acompañaba.
Y luego… tranquilidad y rutina, que terminaba con la llegada de las vacaciones; y con ellas, el mundo de las diversiones. Y así sucesivamente.
Fue en uno de esos períodos vacacionales, coincidiendo con una visita navideña del primo Arnoldo, cuando comencé a observar comportamientos un tanto extraños en mi perro, que para entonces tendría unos cinco años y que empezaron a preocuparme: por un lado, ladraba más de la cuenta y, por otro, sobre todo cuando dormíamos, emitía unos aullidos escalofriantes.
Yo lo achacaba a que quería que lo liberara de su encierro en el garaje, medida que me vi obligado a aplicar para impedir que se fuera de farra, con sus amigos perrunos.
Pero lo que más me impresionó fue que, al levantarme una noche para echarle un vistazo por el cese repentino de los aullidos, al encender la luz amarillenta y pobre del garaje, Pinky no dormía.
Ignorando mi presencia, realizaba un misterioso ritual —a veces incorporado, a veces sentado—, con la cabeza girando extrañamente a todos lados. Con una sonrisa medio torcida en su boca, parecía estar cazando moscas que, en bandadas invisibles, revoloteaban sobre él, agobiándolo.
Con luz o sin luz, acechaba con sus ojos algo que yo no veía. Atacaba cerrando la mandíbula de golpe. Por más que intentara que cambiara de actitud, no obedecía a su nombre, no me miraba, no cesaba, era como si no fuera él.
—¡Pinky, deja eso ya! —le ordenaba— a lo que él hacía caso omiso.
En el silencio de esa noche se estremecía mi cuerpo. No sabía si achacarlo a las bajas temperaturas tequenses o a las extrañas escenas que presenciaba.
Cansado y somnoliento, apagaba la luz del garaje y me retiraba, no sin antes cerrar la puerta y afinar el oído para detectar cualquier cambio. Pero no: el sonido de sus dientes se escuchaba, turbador, en su afán de atrapar esas moscas invisibles, que como pesadillas ambulantes, pululaban por encima de él, atormentándolo en la más absoluta oscuridad.
Y el tricquiteo de los dientes continuó al día siguiente, en medio de una partida de pelotas con mis amigos en el jardín. Liberado de su encierro nocturno, por momentos parecía el de siempre, corriendo entre nosotros, para de golpe detenerse y repetir el mismo ritual del mosquero de la noche anterior, confundiendo —en su nuevo mundo de irrealidades— uno que otro insecto inexistente con las extremidades de mis compañeros.
—¡Tric!
—¡Coño, me mordió Pinky! —chilló alguien— cuando se robaba la primera base.
—¡Tric,tric,tric!
—¡Ay, me agarró un talón! —se quejó otro, cuando llegaba a “home”.
Un rasguño por aquí, un insulto por allá. La traviesa mandíbula del perro corría detrás de la muchachada, como la marabunta misma, repartiendo dentelladas.
—¡Mira! —reclamó otro amigo, sobándose la pierna—Como ese perro me vuelva a morder, corto pajita y no juego más.
—¡Qué no, que esos son cariños! —respondía yo, no muy convencido.
Y, para colmo de males, en otro incidente, entre alboroto y empujones, mi hermanito tropezó y cayó sobre el perro, que, asustado, le mordió, escoriándole la cara.
Capítulo V
Con las horas, los inexplicables cambios en el carácter del perro se fueron agravando. Acelerándose los acontecimientos de forma vertiginosa; como si de un alud de tierra se tratara. Indetenibles.
—¡El perro se tiró de cabeza en la pileta! —avisé alarmado.
—¡Pinky está como loco metiéndose en el agua! —exclamé una y otra vez, para que vinieran a ver.
La pileta, de aspecto bautismal, situada en el centro del estanque rectangular con piso de granito, estaba siempre llena de agua de lluvia, que se acumulaba al no poder escapar. El resto del pozo —que nosotros llamábamos piscina— solía permanecer seco, agrietado y cubierto por los frutos marchitos de los árboles de guayabitas que lo rodeaban.
No entendía aquel comportamiento tan angustioso del animal. El perro, encorvado, devoraba el agua a mordiscos desesperados, para luego sacudirse con violencia, empapando a todo aquel que intentaba detenerlo. Asombrados, no podíamos hacer otra cosa que apartarnos y mirar.
Pinky caía desde la pileta al suelo, y enseguida volvía a lanzarse, como si quisiera beberse toda el agua del mundo. Fue entonces, entre la confusión y el barullo de vecinos curiosos que entraban a la casa a fisgonear, cuando empecé a escuchar ciertos cuchicheos...
—Ese perro como que tiene mal de rabia, dijo un señor. Comentario que ya había escuchado furtivamente un par de días atrás.
—¡Mal de rabia! Oh no —pensé—. Y ¡Ay! —me brincó el corazón.
A mi alrededor rostros de padres sombríos y algún que otro niño burlón.
Nadie más asustado que yo porque corría la voz de que el vecino de al lado tenía un revolver, y que a los perros con mal de rabia los mataban a tiros.
Y papá era dueño de una pistola Luger alemana.
Y todo el mundo empistolado, válgame Dios.
Temeroso escudriñaba a las personas que contemplaban la escena. Sentía un temblor en mis piernas, un susto frío recorría mi cuerpo. Eran cinco años vividos con Pinky, casi toda una vida. Mi mente desbordada.
—Miren, muchachos, Pinky no puede tener mal de rabia, —afirmaba con convicción—
Ni corto ni perezoso ya había consultado la enciclopedia de la casa, en la cual se leía:
“Hidrofobia, temor enfermizo al agua”
“dolorosa incapacidad de tragar líquidos, debido a espasmo laríngeos…”
“…casi siempre es mortal”
—Porque se mete dentro del estanque para tomar agua, y los perros con mal de rabia no toman agua —continuaba con mi argumentación.
—¡Mírenlo! ¡Mírenlo, de cabeza en la pileta otra vez! ja,ja,ja.
—Además, a los perros con mal de rabia les sale espuma por la boca, y Pinky no tiene, —aseguraba con erudición de tomo de Salvat recién abierto, como para restar cualquier asomo de duda sobre la excelente salud de mi can.
Algo dentro de mi me decía que se estaban abriendo las puertas de una dimensión desconocida; como si un terremoto se avecinara. Era algo resbaladizo, encima de lo cual no podía sostenerme con firmeza.
¡Qué dilema el de resolver, en mi mente de niño, una situación tan compleja! ¿Y si me equivocaba? ¿Y si realmente estaba enfermo y tendrían que matarlo?
No tenía a nadie a quien consultar. Solo contaba con mi escueta comprensión del mundo. Improvisaba sobre la marcha ¿Qué otra cosa podía hacer?
—A otro perro con ese hueso —decidí—. ¡Qué tontos!, —afirmé, sin perder la compostura, delante del gentío que había llegado a ver el espectáculo, mientras que para mis adentros pensaba…, en las pistolas.
—¡Ven conmigo Pinky! ¡Ja! ¡Qué perro tan loco! —dije en tono distraído, como para quitarle hierro al asunto, mientras lo amarraba y me lo llevaba lejos de las miradas de los curiosos.
—¡Vaina rara! —comentó alguien por ahí.
Capítulo VI
Al día siguiente del preocupante episodio de la piscina, y a pesar de mis observaciones y predicciones enciclopédicas, la cosa fue a peor. El perro ladraba y aullaba a todas horas, y su caminar errático, cazando moscas invisibles, se hacía cada vez más evidente. No había manera de ocultarlo. Si lo sacaba afuera, lo veían los moradores; si lo dejaba adentro, lo escuchaban...
—¡Grrr! ¡Grrr!
Agotados mis argumentos y para cortar de un tajo las especulaciones y habladurías de la gente, se me ocurrió la gran idea de pedir dinero a mamá para llevarlo al veterinario, consultorio que quedaba en el otro extremo del pueblo.
En esos días, mi madre se encontraba particularmente atareada apoyando a papá quien, con su frenética vida de hombre público, organizaba una recepción muy importante en nuestro hogar, para el día de Reyes; festividad no muy arraigada en Venezuela, pero que por alguna razón, él decidió celebrar.
Ante la conducta visiblemente alterada de Pinky decidí colocarle —por primera vez— un bozal para llevarlo al veterinario. Tarea complicada porque de inmediato lo rechazó con vehemencia, lanzándose al piso para tratar de arrancarse con sus patas tan incómodo implemento.
Para esta tarea recluté a mi primo Arnoldo, nada ganado a la idea, ya que no mucho tiempo atrás —en su empeño por rescatar a un gato esmirriado en las alturas de un árbol en Caracas— fue severamente arañado por el animal. Recibió veintiún vacunas antirrábicas, por si las moscas. El pobre quedó traumatizado para siempre.
A regañadientes se defendía:
—¡Que no quiero ir!
—¡Que sí vienes, tienes que acompañarme para que me ayudes!
—¡Que no quiero, que me va a morder y me van a inyectar otra vez! —me imploraba angustiado.
—¿Qué no ves que va con bozal?
—¡No! ¡No! ¡Nooooo!
Y así, después de discusiones, convencimientos y más ruegos que razonamientos, accedió, —casi que obligado— a ir conmigo.
Seguidamente nos adentramos en la población, lidiando con el tráfico citadino, alejándonos de la gente lo más
posible y batallando con el perro, que, en su desespero por quitarse el bozal, se
lanzaba al piso arrastrando el hocico, llamando la atención de todo aquel que
pasaba cerca de tan particular comitiva.
—¡Ya Pinky! ¡No hagas eso! ¡Levántate! —le ordenaba.
Finalmente, y después de un largo y accidentado periplo, llegamos al otro extremo del poblado, donde había una edificación con una plaquita en la fachada, que decía: “ Consultorio veterinario”.
—¡Mira! ¡Es aquí! —exclamé entusiasmado.
Una vez dentro, llegamos a una sala donde una secretaria nos indicó que debíamos aguardar. Con el perro arrastrándose, hecho un nudo de patas y garras, tratando de arrancarse aquel bozal, esperamos nuestro turno.
—Buenos días, doctor —saludé al entrar a la consulta con satisfacción y aplomo, ya que visitar a un médico privado y pagar honorarios —¡guao!— para unos niños, era todo un acontecimiento.
Un señor huraño, de aspecto militar en sepia, saludó con un casi imperceptible movimiento de cabeza desde el extremo de la habitación donde se encontraba de pie. Acostumbrado a lidiar con adultos los asuntos propios de su profesión, en una época donde no se daba explicaciones a los niños, nos atendió como si de una interrupción se tratara.
—¿Qué le pasa al perro? —farfulló, mirando a Pinky de reojo, que inesperadamente se había quedado quietecito.
—Pues mire doctor…, está raro, como nervioso… Ayer se tiró como loco en la fuente de la casa, para tomar agua. Ha estado aullando, ladrando y tirando mordisco. Ahora no lo hace, porque tiene el bozal.
Dicho lo anterior, el doctor prestó mayor atención al perro. Aguzó los sentidos. Me pareció un gigante. Nosotros tres, chiquitos.
Al verlo con sus dedos en la barbilla, evoqué las palabras de tío Antonio, el médico de la familia, quien me dijo una vez:
—"Los médicos tenemos la capacidad de, con solo mirar a los ojos, determinar la dolencia del paciente".
Y era precisamente lo que el doctor hacía. Y yo pensé en tío Antonio y las increíbles facultades de los galenos.
—¡Parásitos! —cortó en seco mi pensamiento.
—¡El perro tiene parásitos! —sentenció— y me observó como para asegurarse de que su diagnóstico había calado hondo.
Después de unos segundos de perplejidad y tímidas miradas entre mi primo y yo, agregó:
—"adminístrenle Terramicina y se le quitará la infección".
Acto seguido rellenó la receta y nos despachó.
Hasta el mismo Pinky se levantó como si también quisiera salir huyendo de allí. Yo, mientras descendía las escaleras del edificio empecé a sentir una gran alegría. Mezclado con un " no estoy muy seguro del todo".
Finalmente me lo quise creer. Y lo creí.
Y ¡Sanseacabó! La mejor noticia del mundo mundial.
No más miedo, no más pistolas, no más rabia, no más todo.
—¡Pinky tiene parásitos, parásitos, parásitos! —exclamé al salir a la calle, con la receta del veterinario en la mano, embargado de un estado de felicidad absoluta.
—¡Parásitos! ¡Parásitos! ¡Qué bien! —brinqué y salté en la acera.
Inmediatamente, y como primer acto de liberación del suplicio, le quité el bozal.
Capítulo VII
Retornamos a casa hablando de cualquier cosa. Contento, más que contento con el diagnóstico emitido. Lleno de placer, contemplaba el mundo que se abría ancho y gratificante a mi paso, mientras desandábamos el camino.
Feliz, más que feliz.
Los Teques, a esa hora del día, estaba en pleno apogeo, efervescente: vendedores, peatones, tráfico, sirenas... todo en ebullición.
Una población alegre, pintoresca y distendida abarrotaba las aceras, mientras los comerciantes ofrecían sus productos al mejor postor, en las tiendas de la Avenida Bermúdez.
Íbamos,—nuestro peculiar y excéntrico grupo— sorteando laberintos y atravesando calles por donde fuera, escapando de los distraídos conductores a quienes les daba igual frenar o seguir, indiferentes ante nuestra presencia.
Recorrimos las avenidas, mientras yo tiraba, a duras penas, de la cadena de Pinky, y mi primo, prudentemente, se mantenía apartado.
Pensaba en lo mucho que me gustaba mi ciudad. Era mi pueblo. Lo conocía de principio a fin.
Pinky había experimentado una mejoría sin el condenado bozal, y se le notaba menos trastornado. Ya no daba tumbos, obedecía a mis órdenes.
Qué increíble los veterinarios. Ya notaba los efectos del bienestar, aún antes de darle las pastillas. Me regocijaba con estos pensamientos, cuando...
—El doctor lo vio muy rápido —masculló mi primo.
—¿Qué?
—¡Que el veterinario casi no lo vio! —repitió en tono más alto.
Recuperándome un momento de tan inesperada intervención —alegué:
—¿Y qué más quieres?, es un veterinario, casi, casi, como un médico, pero de perros ¿Entiendes? Ellos también van a la universidad y aprenden mucho de órganos, huesos y esas cosas.
Y con la intención de que se olvidara del tema de la mal de rabia y las inyecciones, añadí:
—Ellos saben... solo con mirar. Eso se lo enseñan en los libros. ¿No te diste cuenta como el doctor supo todo en un instante? ¡Qué impresionante! Son… son como magos, pero científicos.
Arnoldo se alejó poco convencido, rezongando.
El sosiego de Pinky no duró mucho. La supuesta tranquilidad se convirtió en algo fugaz. Los episodios de dentelladas y cabriolas regresaron; o peor: se intensificaron a medida que nos internábamos en la ciudad.
Arnoldo metros atrás cariacontecido.
—¡Te das cuenta que sigue raro!
—¡Claro que sigue raro, si aún no le hemos dado las pastillas que mandó el doctor! —repliqué—. Lo pican los bichos por dentro y el salta ¿Qué no te das cuenta? Es natural...
—¡Pinky, quédate quieto! —le ordenaba con firmeza, mientras el perro forcejeaba, intentando zafarse de la torsión que yo ejercía sobre su collar. Mis dedos se aferraban con fuerza, tratando de contener sus bruscas sacudidas por escapar.
Otra vez atacado por el imaginario mosquero, repetía el ritual:
—¡Tric! ¡tric! ¡tric!
Nuevamente la pesadilla, el latir del corazón reflejado en las sienes, el tiempo detenido, el miedo, el sonido de nuestros pies apresurados golpeando el pavimento.
Y así íbamos —descontrolados, a empellones, forcejeando y tropezando entre los tres— atravesando calles y avenidas, repletas de gente.
Solo restaba atravesar el pueblo, llegar a casa y dar la gran noticia: ¡Parásitos!, comprar los medicamentos y dárselos para curarlo de tan molesta afección.
Si tan solo fuera verdad... si tan solo... —suspiré.
Fue entonces, cuando, bajando al lado del viejo e icónico Hotel La Casona, rumbo al centro de Los Teques, Arnoldo se detuvo de golpe. Quedó rígido mirando al frente, con ojos de terror.
—¡Mira! —exclamó.
—¿Qué?
—¡Los vagos! y, sin pensarlo dos veces, echó a correr, cuesta arriba.
Sobre la misma calle, y en nuestra dirección, venía el grupo de zagaletones que acostumbraba atormentarnos. Malhumorados y belicosos, caminaban directo hacía nosotros.
—¡Ay, miren quienes están allí!, —se burló uno de ellos, intimidante; los otros, burlones.
Mientras la silueta de mi primo desaparecía apresurado, miré a mí alrededor buscando un espacio donde guarecerme. A plena luz del día, en una calle céntrica y a la vista de ellos, era sin duda un objetivo claro e indefenso.
Previendo lo peor, y ante la imposibilidad de huir, me arrinconé contra el enorme muro del hotel, que tenía una columna sobresaliente hacia la acera. Intenté proteger a Pinky en ese rincón, desviando su cabeza contra la pared. Lo cubrí con mi cuerpo, quedando acurrucado de espaldas sobre él, y me encorvé esperando el puñetazo.
Cerré los ojos, no sin antes atisbar que el más alto y malo de ellos se abría paso a codazos entre sus compinches. Camisa abierta y desaliñado, se acercaba desafiante hacía mí gesticulando con sus brazos retadores, mientras gritaba improperios.
Cuando ya lo tenía encima, me encogí, preparado para recibir el golpe; pero, en un giro inesperado, él se lanzó sobre Pinky primero:
—¡Perro huevón! —le espetó, lanzando un manotazo que pasó rozando mi oreja.
En un segundo, el perro se dio vuelta y, al ver el puño venir, embistió con tal ferocidad que, saltando por encima de mí, cayó con todo su peso sobre el pecho del agresor, tumbándolo de espaldas contra el pavimento y hundiendo sus dientes en su abdomen. Luego soltó y, moviendo la cabeza frenéticamente, volvió a atacar con furia por todos lados, como si luchara a muerte con otro animal.
Gruñidos, rugidos, mordiscos y gritos de socorro atiborraron el ambiente.
Decenas de personas corrieron instintivamente para refugiarse.
La sangre fluyó, tiñendo de rojo la camisa blanca. Me quedé helado. Pinky se la desbarataba a dentelladas, arremetiendo a gran velocidad.
—¡Ayyyy, noooo! ¡Quítenmelo de encima! ¡Auxilio! ¡Nooo! —clamaba el chico horrorizado, protegiendo su cuerpo con los antebrazos y las rodillas, de espaldas al suelo.
El bullicio de la ciudad se había silenciado, como en una película de ficción. Hasta el tráfico se detuvo. Los compinches del agresor huían despavoridos, temiendo ser los próximos. Por un instante, en aquella populosa calle, todo enmudeció, excepto los gritos desgarradores del pendenciero, que, en posición fetal, intentaba contener la furia del animal que prácticamente lo hacía pedazos.
Todo pasó en segundos. Al ver brotar la sangre en la camisa, reaccioné y, recuperando la cadena del perro que había perdido, comencé a halar para quitárselo de encima, aunque ahora lo hacía con cautela, temiendo que también pudiera atacarme a mí.
—¡Pinky, déjalo! —le suplicaba— ¡Pinky no, no, no! —mientras forcejeábamos. El perro enloquecido.
Entre empujones, lloros y gritos, logré despegar los dientes de su estómago, pero el muchacho opuso su mano derecha como resistencia y Pinky la atrapó con sus colmillos, mientras tiraba hacía los lados para arrancársela, furioso. Gruñía y se batía.
—¡Pinky suelta! —le grité espantado.
El chico se incorporó, y ahora, de rodillas, con el brazo alargado y la mano atenazada por la mandíbula, me imploró:
—¡Socorro!¡Socorro!¡Me mata!
En un esfuerzo desesperado, halé, y Pinky soltó, no sin antes abalanzarse, desorientado, hacia mí. Con firmeza logré sujetarlo por el collar, impidiendo que me mordiera en su ceguera total. Su boca abierta, los dientes al aire, la lengua afuera, casi asfixiado. Extenuado.
Con el perro colgando, haciendo cabriolas, volteé a ver lo ocurrido. Allí estaba el atacante, de pie, apocado, a dos metros de mí, sujetándose la mano derecha, en carne viva; los codos pegados al cuerpo, protegiendo el vientre lastimado; la camisa hecha trizas y ensangrentada. En estado de terror absoluto, temía que el perro me dominara y se soltara, embistiéndolo de nuevo. Inmóvil.
A nuestro lado, los carros comenzaban a circular, forzados por las cornetas de los vehículos de atrás, cuyos conductores ignoraban por qué se había detenido el tráfico. Los de los primeros coches, con los vidrios subidos, nos miraban impresionados.
El muchacho seguía paralizado. No hablaba, no respiraba, no hacía nada. Lívido, encorvado, suplicando con los ojos; sudado, salpicado de lágrimas, sangre y mocos.
Súbitamente la ciudad retomó paulatinamente el ruido de siempre. Se aceleró de nuevo.
En esos segundos, con el perro levantado sobre sus patas traseras, casi ahorcado con mis manos atenazándolo por el collar, efectuábamos una extraña danza, evitando que me mordiera, en silencio. Dábamos vueltas uno al otro.
—Tranquilo Pinky, tranquilo…ya, ya ¡Quieto! ¡No me muerdas! ¡Tranquilo perrito, tranquilo !
Hasta que entre giro y giro, logré llevarlo al suelo otra vez. Mareados.
El chico me miraba implorante, como si yo supiera qué hacer. Los dos nos quedamos jadeando.
Hasta que, reaccionando al estupor, le grité lo más alto que pude:
—¡Coooorre a la sanidad! ¡El perro tiene mal de rabia!
Y eché a correr también, con ese perro más rabioso que nunca, a rastras. Unas veces a la par conmigo y otras resistiéndose, con la lengua afuera y chorreando baba.
Imposibilitado de colocarle el bozal de nuevo por sus bruscos movimientos, comprendí, mientras batallábamos, lo grave de su enfermedad.
Aterrado por lo que acababa de suceder, pensando que la policía o la gente me perseguirían, sólo quería escapar. Volverme invisible, desaparecer. Faltaba mucho para llegar a mi hogar. Teníamos que atravesar la ciudad mi primo —quien se me había unido de nuevo— y yo, con ese perro enceguecido.
Pensamientos antagónicos me sofocaban: por un lado los “bichos”, y por el otro la rabia. ¡La rabia! ¡La rabia! La maldita rabia, certeza que comenzó a atormentarme, cada vez que me venía a la mente el chico herido. Huía.
Capítulo VIII
Descendimos calle abajo, estrafalarios, por la popular avenida La Hoyada prácticamente en estado de shock, tirando de la cadena de Pinky con la meta de llegar a la casa cuanto antes. Luchando para que se calmara. Sin orden ni concierto. El perro, fuera de sí.
Mi primo me miraba espantado desde la acera de enfrente.
—¡Vente! —le grité, turbado, mientras intentaba calmar a Pinky, que, con sacudidas se resistía.
—¡No! — me respondió.
—¡Que te vengas a mi lado! ¡No puedes andar solo! ¡Vente! —mientras Pinky, en dos patas, trataba de escaparse furioso de la torsión que le aplicaba por el cuello.
—¡Que me va a morder y me van a puyar otra vez! —Suplicó.
—¡Que no te va a morder, que lo tengo bien agarrado, que te vengas! —Y ese perro dando tirones para soltarse.
Y él vino... y el perro saltó, casi derribándome. No pude detenerlo. Y en un giro veloz, mordió a mi primo, en el brazo. ¡Ay, Dios!
—¡Mira lo que me hizo! ¡Me van a puyar por tu culpa!, — se quejaba, angustiado.
Y una cuadra y otra calle, y un cruce y otro cruce. Faltaban mucho todavía. Y sudando, y agotados. Y Pinky, que ya no daba más, se tambaleaba y se resistía a caminar. Arnoldo atribulado. Yo, avergonzado.
—¡Que no!, que apenas fue un raspón —ya sin saber que contestar. Sentía que nos perseguían. Pensaba en las heridas del chico. Horror.
—¡Vamos, Pinky, estamos llegando! Falta poco, la casa está cerca. ¡Vamos! —le repetía, extenuado cuando ascendíamos por la calle Ayacucho, cercana al hogar.
—¡Arnoldo, vamos! ¡No te quedes atrás! ¡Vamos, primo! ¡Vamos! ¡Corre! —lo aupaba, apenado.
Y cuando íbamos a buena velocidad los tres, ya sobre la calle Páez, a metros para llegar; entre tirones, sofocos y órdenes, Pinky…, se desplomó.
Cayó desmayado, largo a largo, como si se le hubiese reventado el corazón. A la distancia veía las rejas salvadoras del jardín. Lo halé varias veces con la cadena para que reaccionara, y nada. Estaba como muerto.
—¡Pinky, levántate, vamos! ¡Despierta! ¡Aquí! —le rogaba.
No daba señales de recuperar el sentido. Para zafarnos cuanto antes de las miradas en los umbrales de las viviendas y de cualquier posible perseguidor, lo alcé sobre el pecho; encorvado por el peso y casi arrastrándonos, cubrí la distancia que faltaba hasta la casa.
Al atravesar la puerta frontal —con la mitad del perro colgando— crucé el estacionamiento y dejé caer su cuerpo desvanecido en el garaje de los explosivos, que comunicaba con la residencia por la puerta interior. Lo até con la cadena a un tubo. Mi primo ya no estaba.
Allí, de rodillas, babeado, sudado y desesperado, noté que respiraba.
—¡Pinky despierta!, suplicaba, mientras lo jamaqueaba para que volviera en sí.
Hasta que abrió los ojos, y al mismo tiempo brotó de su boca una espuma, que le cubrió el hocico.
Al oír a mamá venir, y para impedir que viera el espumarajo, tomé un trozo de periódico sucio y comencé a limpiarle la boca. Pinky yacía con su cabeza colgando sobre mis piernas.
—¡Ayyyyyyy! —gritó mi madre desde el dintel de la puerta al ver la espeluznante escena. Pinky reaccionó, levantando la cabeza de golpe, y la miró con fiereza.
—¡Pedro Alberto! ¡¿Qué es esooooooo?! —clamó otra vez—, y el perro saltó sobre mí. Sentí un trancazo en el brazo, como de hierro quemado. Caí de espaldas y, arrastrándome hacia atrás, me defendí con los pies como pude, escapando. Pinky me había mordido.
Antes de que mamá dijera nada, grité:
—¡Paráaaasitos, mamá! ¡Pinky tiene parásitos! ¡No hay problema! El doctor… ¡El doctor dijo que tiene parásitos! ¡Son parásitos! ¡Parásitos mamá! Le dije con la poca voz que me restaba.
Y así fui tranquilizando la situación: ¡parásitos mamá! y recuperando el aire, ¡parásitos!, tratando que mi madre no viera mucho al perro que tenía un aspecto desolador. Trastornado, mojado y bizco, se recuperaba gruñendo.
Fue entonces, mientras convencía a mamá, que volteé para contemplar impresionado el rostro sardónico con que Pinky me miraba.
Vuelta la calma, le expliqué, amplia y detalladamente, las indicaciones del veterinario, obviando a los mordidos, las carreras, el desmayo del perro y la baba blanca, que acababa de limpiar.
Escuchada mi exposición, y ya superado el susto, mamá siguió con la organización del evento de mi padre, tranquilizada por el diagnóstico del doctor.
—“Ahora te doy para que vayas a comprarle las pastillas” —me dijo, y se retiró.
Una vez asegurado que se había ido, me subí la manga de la camisa para ver el daño: tenía unos dientes hincados.
Detrás de mí, Pinky retomaba su ritual: tric, tric, tric. Sabía que no me acercaría a mi perro nunca más. Me fui a curar el brazo a escondidas. Desconsolado.
Una vez cumplida la diligencia en la farmacia más cercana, procedí a administrarle las pastillas lanzándoselas de lejos, envueltas en pedacitos de carne. Unas las tragaba y otras las destrozaba furibundo.
Qué desolación, qué panorama…
Capítulo IX
Al día siguiente, cinco de enero, desvelado y con el recuerdo del ataque feroz, llegué a la conclusión de que lo de Pinky no eran parásitos. Él siempre había sido un perro bueno, incapaz de atacar a ninguna persona.
Afligido, acepté que el ojo clínico del doctor había fallado. La magia de aquel momento se había esfumado, mis esperanzas habían tocado fondo, Decidí, atribulado, dirigirme al ambulatorio más cercano, donde siempre veía médicos y gente con batas blancas recostados en sus paredes del exterior. Tal vez allí, pensé, encontraría alguna ayuda. Recordaba haber oído que, de vez en cuando, hacían campañas para atender animales, o algo así.
Dejé a Pinky amarrado en un rincón del garaje, dentro de una atmósfera penumbrosa y fétida; mezcla de creolina y excrementos, con olor a medicamentos. El suelo encharcado, lleno de periódicos destrozados; pastillas amarillentas y restos de carne. Y una que otra mosca de las de verdad. El perro con los ojos enrojecidos.
Una vez frente al ambulatorio, me decidí a entrar, muy asustado por todo lo que había ocurrido. Desconocía el estado de salud y ubicación del muchacho malogrado —preocupación que no se me quitaba de la cabeza—. Me sentía acorralado.
—Buenos días doctor, —le dije a la primera persona que me encontré en el dispensario, revisando una carpeta.
Procedí a resumir los sucesos pasados, mi preocupación por mi perro, omitiendo el ataque al muchacho ante el temor que me causaba que me estuviesen buscando.
Sin mayor apremio, y al mismo tiempo que estudiaba el documento que tenía entre sus manos, me indicó:
—Lo amarras a un árbol por siete días y si se muere nos avisas, porque hay que llevarlo a Caracas.
Y así, sin que tomaran registro alguno de mis datos —más allá de mi nombre, creo—, me fui caminando desmoralizado hacía la casa, mientras pensaba:
—¿Caracas? ¿Muerto?
En aquellos tiempos la capital sonaba tan lejana, que de hecho la visitábamos una vez al año, para la fiesta de Fin de Año. Era un viaje largo y casi nunca transitado, que a mis años parecía ubicada en otro país.
Esa noche, los aullidos de Pinky no cesaron, y a los que intentábamos dormir cerca del garaje, nos estaba volviendo locos.
—¡Callen a esa bichooo! —gritaban los vecinos molestos a la distancia—, mientras yo continuaba esperando que milagrosamente la medicina obrara. Desde el dintel de la puerta lo observaba, sabiendo que era inútil: ya ni tragaba las píldoras, ni comía ni nada.
Por un lado sonaban los cohetes de la plaza, celebrando el advenimiento de Los Reyes Magos; y por el otro, el tenebroso cambio en el sonido de los ladridos, la mirada agresiva, la ansiedad… en la noche más oscura de mi infancia.
Finalmente, ya no había onomatopeya que pudiera describir el tono de su aullar.
Al amanecer del día seis de enero, lo primero que hice al levantarme fue correr hasta el garaje. Pinky yacía de largo a largo sobre el pavimento, lo llamé para despertarlo:
—Pinky… Pinky…
No respondió…, estaba muerto.
Capítulo X
Esa mañana mi casa era un hervidero. Papá finiquitaba los detalles de la recepción que daría para sus amistades. Mamá corría culminando los preparativos del evento. Yo me las arreglaba para dar la mala noticia, buscando el momento apropiado.
Dirigiéndome a mi padre, quien se encontraba absorto en su quehacer, le dije:
—Papá, Pinky se murió…
Me miró como quien no escucha, por lo atareado que estaba con el asunto de la recepción, así que, para llamar su atención, subí el tono de voz:
—Papá, en la sanidad me dijeron que si Pinky se moría, teníamos que llevarlo allá ¡Pinky se murió!
Él, desconocedor de los intríngulis de mi visita al ambulatorio y de lo que estaba pasando con la salud del perro y su gravedad, desconcertado por tan inesperada y repentina noticia, además de complicado con la reunión que se avecinaba, postergó cualquier decisión e indicó:
—Mira mete al perro dentro del estanque, toma una bolsa de hielo de las de esta noche y se la montas encima, mañana veremos.
Y continuó con sus ocupaciones, dando órdenes y organizando la logística del evento.
Y así pasó Pinky su último día en el hogar, a la intemperie, en una esquina del estanque vacío y con el saco de hielos encima. Yo, afligido, me mantuve ausente de lo que acontecía en la casa y el mundo de los adultos. Me dediqué a deambular por el jardín, acercándome a Pinky de vez en cuando… Y así, llegada la noche, apesadumbrado, me fui a dormir.
Al día siguiente, recuerdo que me dirigí al lejano ambulatorio a informar del deceso, no sin antes pasar por el estanque y mirar a Pinky, casi congelado, con el remanente de los hielos derretidos sobre su cuerpo.
Emprendí la larga caminata y, al llegar al lugar, como la vez anterior, me dirigí a la primera persona que encontré. Ya no era el mismo doctor; los médicos y pasantes cambiaban continuamente.
—¡Doctor, mi perro se murió!
—¿Qué perro? —preguntó.
—El perro que ustedes me dijeron que amarrara a un palo.
Y eché el cuento de nuevo. El médico fue y preguntó a otro, y éste a una señora, y todos me miraban extrañados, como auscultando mi pensamiento y la veracidad de los hechos. Hasta que finalmente uno de ellos se me acercó y me dijo:
—Mira, por lo que cuentas, podríamos estar frente a un caso de rabia. Para descartarlo, tienen que cortar la cabeza al perro, meterla en un recipiente con hielo, y traerla de inmediato, porque hay que llevarla al hospital de Caracas para analizarla. Trataremos de conseguir una ambulancia.
—¿Qué significa eso? ¡Qué horror! —Retumbó en mi mente como una explosión.
De regreso a casa, ensimismado y triste, le di la noticia a mi padre de lo que había que hacer con Pinky.
Él, ante lo sorprendente de las instrucciones, se quedó como pasmado por un momento, para luego reaccionar sacando una moneda de un fuerte del bolsillo e indicar:
— Busca un muchacho de esos que andan por ahí, para que haga ese trabajo y le pagas con esto.
Cuestión que hice al momento, y armándome de valor me asomé a la calle como quien no quiere, con la esperanza de encontrar una persona de confianza que pudiera hacer la tarea. Esperé unos minutos hasta que apareció un hombre a quien no conocía, y le dije tímidamente:
—¡Hola! Le doy cinco bolívares para que le corte la cabeza a un perro... muerto. Él me miro asombrado
—¡Zape! Estás loco. Córtasela tú —respondió. Y siguió su camino, desvaneciéndose. Inútil fue que apareciera alguien más.
Total, que mejor ni me asomara más allá de la reja, no fuera que me agarraran los amigos del mordido.
Me quedé pensando, y acorralado ante la falta de opciones y la urgente entrega de la muestra, me decidí.
Busqué a mi hermanito Iván y a su amigo Lucho, para que me acompañaran. Pinky estaba mojado, duro y frío. Pesaba.
Fuimos al patio de bolas criollas, que estaba en una esquina del jardín, y allí, a un lado del árbol de toronjas, deposité su cuerpo sobre el terreno polvoriento.
Hallé un roído y viejo machete entre las herramientas de jardinería. Y de rodillas, levanté el brazo hacia el cielo. Apunté con el filo al cuello pensando que con un sólo golpe bastaría y golpeé…
Nada.
Quizás lo hice sin mucha fuerza.
Después de dos o tres intentos fallidos, y al darme cuenta que la labor no iba a ser fácil, me levanté buscando aplomo. Alcé la herramienta otra vez, esta vez apretando con las dos manos la empuñadura y, haciendo uso de todas mis fuerzas, volví a golpear. Era inútil: la hoja rebotaba hacía mí sin hacer el mayor daño a la piel de Pinky, más allá que aplastarla.
Golpeé, golpeé y golpeé... y no pude, no pude.
Pinky se había convertido en piedra.
A un lado, sobre la tierra, esperaba el recipiente vacío que habíamos improvisado: una lata de Leche Klim, que haría las veces de nevera.
Me quedé sentado un rato, sobre un pedazo de bloque, para luego dirigirme a la cocina y, a pesar de lo que significaba disponer de los cubiertos de la casa para semejante faena, extraer, a escondidas, el mayor y más filoso cuchillo de la gaveta.
Regresé. Los niños, me esperaban.
De una vez, la corté.
Levanté la cabeza de Pinky por sus largas y peludas orejas, sintiendo, al contacto de su piel, algo de vida: lo último que me quedaba de él.
La introduje delicadamente dentro del pote de metal. Cupo. Luego la rellenamos con bloquecitos de hielo sobrantes de la piscina. La cerramos.
Hoy, en mi adultez, evoco ese episodio de mi infancia más con amor que con tristeza, más con afecto que con dolor. Pienso en los niños de las guerras, titánicos en su hacer, lanzando pelotas desinfladas al aire, riendo, con balas zumbando por doquier.
¿Puede lo crudo de la vida, convertirse en poesía? Lo intento.
Capítulo XI
Una vez cumplida la misión descrita en el capítulo anterior, surge un olvido en esta historia. No recuerdo qué pasó ni que hice o con quién hablé después de cerrar el recipiente, hasta la subida al vehículo que me llevaría al hospital de Caracas.
La única certeza que tengo es que me recogieron —o asistí a algún sitio— desde donde me trasladaron, abrazado a esa lata.
De lo que sí estoy seguro, por lo que se deducirá más adelante, es que en el ambulatorio no conservaron mis datos, teléfono o dirección; tan solo mi nombre, quien sabe, anotado por allí, en cualquier papel.
Surgen en este lapso mil interrogantes. Una respuesta pudiera ser… que así eran esos tiempos.
Dicho lo anterior, paso al momento en que abordo la unidad, cuestión que, por lo insólito, se me quedó grabada en la mente.
—¡Móntate! —Me ordenó ásperamente, sin mediar saludo, un conductor desaliñado, en apariencia improvisado, malencarado, sin uniforme; dentro de un vehículo destartalado, sin identificación, que hacía las veces de ambulancia.
Una vez en la cabina, me senté en el puesto del copiloto. El chofer se puso en marcha, impaciente, atravesando la obstruida ciudad, entre semáforos, carros y gente, rumbo a Caracas.
Ya en la carretera Panamericana, en su descenso serpentino desde las montañas mirandinas hacia el valle capitalino, libres del embotellamiento precedente y sólo con el curvero por delante, arrancamos zumbados, sin cinturón de seguridad.
El hombre pisaba un botón plateado entre los pedales cada vez que aparecía un carro en su camino; al hacerlo, se activaba una sirena que emitía un horrible chillido, como de animal herido.
—¡Quítate nojodaaaa! —gritaba a los conductores en la autopista.
Y el chofer se reía mientras gritaba vulgaridades a una muchacha que iba en otro coche, volteando para todos lados, como poseso.
Y así recorrimos el largo trayecto entre frenazos, sobresaltos, sustos, groserías e insultos a los demás conductores, con esa sirena a todo volumen; no por la emergencia que llevaba —que supongo, para él era ninguna— sino por el simple placer de atormentar a los demás.
Finalmente, aferrado a mi encomienda, arribamos a nuestro destino. Llegamos frente a un edificio que, pienso ahora, debía ser el Hospital Universitario de Caracas.
Entonces vi a una persona de bata blanca, con un estetoscopio al cuello, que descendía unas escaleras a lo lejos. Venía a nuestro encuentro. Ya en la ventanilla del coche me miró, transmitiéndome serenidad; subió sus manos se acercó mucho a mi y, sin mediar palabras, recibió la lata y se retiró.
Fue un alivio, como si me hubiese quitado una pesada carga. Había entregado. La sensación de tantos días de susto había terminado.
Regresamos al poblado en silencio. El chofer, extrañamente, no decía nada. Yo... ya ni me acuerdo..
Una vez en casa, y después de éste primer viaje “en solitario” a la capital, enterré el cuerpo de Pinky, en el mismo lugar donde lo dejé.
Allí, sobre el montículo de tierra seca y polvorienta, medité sobre lo acontecido. Ya no quedaba nada más que el recuerdo.
Arriba, sobre nosotros las ramas de la mata de toronjas amarillas —con las que mamá hacía sus deliciosas mermeladas— me cubrían del sol. Pinky ya no estaba.
Nos habíamos separamos hasta su renacer, décadas después, sobre estas líneas.
No hubo mayores comentarios ni preguntas al respecto: el diagnóstico de los parásitos había calado hondo en el ambiente familiar y vecinal.
Nunca dije una palabra del muchacho herido; sin embargo, en esos días me lo encontré en algún sitio, con la mano vendada y la rojez de medicamentos en varias partes del cuerpo. Fue solo un instante. Andaba solo, encorvado; me miró amilanado y siguió su camino cabizbajo.
Debo agregar —sin ironías—que los ataques con piedras a la casa nunca más volvieron a ocurrir.
Mis padres conocían la mitad de la historia, como mucho. La despreocupación era evidente: se había pasado hoja. Con el envío de la lata al hospital, el ciclo se había cerrado para mi, ya no había nada más que hacer... creía.
La familia siguió su cotidianidad: mamá con sus quehaceres, papá con su acelerada actividad social, mis hermanos en lo suyo y, en lo que a mí respecta, con mi imberbe luto.
Capítulo XII
Pasados unos pocos días del fallecimiento de Pinky, comenzaron las clases, después de tan traumáticas vacaciones decembrinas.
Para esa época asistía al Liceo San José de Los Teques, una institución para varones regentada por curas salesianos y considerada una de las más prestigiosas del país. En ella vivían, bajo régimen de internado, los hijos de políticos, empresarios y gente “de buena familia” de la capital; y también los externos —nosotros—, un cupo que los sacerdotes otorgaban a los muchachos del poblado, para cumplir con su labor educativa.
Una mañana, recién comenzadas las clases, caminaba hacia el instituto con los libros en la mano, a paso lento y distendido, ya que tardaba bastante en llegar. Hacía ese viaje varias veces al día, pues regresaba a casa a almorzar para luego volver.
Andaba callado y seguramente taciturno por la pérdida de Pinky, con quien había compartido tantos años de mi vida. Recuerdo la tristeza que me embargó. Tanto, que me repetía a mí mismo que nunca jamás ¡jamás! tendría otro perro. Cuestión que, aunque no viene al caso, con el pasar de los años incumplí.
Atravesado el pueblo y enfilado hacía mi destino, arribaba a la recta final; una larga calle desde la cual se veía, a lo lejos, la reja del liceo, pequeña, al final. Fue entonces cuando divisé una esbelta figura con sotana que agitaba los brazos enérgicamente haciendo señas; urgiéndome para que me apurara, mientras gritaba algo que a esa distancia resultaba inaudible.
A medida que apresuraba el paso, escuché algo sobre un perro… y no sé qué radio… Hasta que lo reconocí. Se trataba del cura Superman, mi profesor de inglés. Así lo llamábamos porque era extremadamente fuerte y carismático.
—¡Pedrooooooo! —gritó, con sus manos en la cabeza y su vozarrón.
—¡Te están llamando urgente por Radio Miraaaaaanda! ¡Te buscan! ¡No saben dónde localizarte!
—¡El perrooo! ¡El perrooo!
Y abriendo los brazos como un Cristo, exclamó:
—¡Mal de rabiaaa!
—Avisan desde Caracas que el perro que los mordió tiene mal de rabia.
—¡Mal de rabia muchacho!
—¡Correeee! ¡Vete a tu casa!
Lo oí, y girando sobre mis pies, corrí, corrí y corrí. Regresé a casa lo más veloz que pude, a pesar de la distancia, para dar una noticia que ya había trascendido a las familias a través de la emisora, que continuaba dando la alarma sobre un peligroso brote de rabia desatado en la población.
En la entrada de la vivienda vehículos oficiales y particulares, adentro un gentío. Todos me miraron al llegar. Lo que vino después fue un espiral de padres alterados, autoridades estatales, médicos e interrogatorios. Consternación. Una avalancha de padres se lanzó sobre mí.
El mal, como una nube apocalíptica, se había colado en las casas del vecindario —y en la mía propia— tendiendo trampas. Había lamido la piel de los más pequeños sin que los adultos lo advirtieran. El médico veterinario se equivocó, y los otros médicos del ambulatorio obraron a medias.
Solo los médicos y científicos del Hospital Universitario de Caracas —a quienes debemos la vida— supieron reconocerlo.
Ahora, recibido el temible diagnóstico desde la capital, y para enmendar los errores protocolares cometidos, se atropellaban las gestiones para salvaguardar a los niños expuestos al virus; recopilando a contra reloj todos los datos médicos pertinentes: nombres, fechas, ubicación de las mordidas; rasguños y lesiones. Situaciones varias y alarmantes que todos querían saber.
—¿A quién mordió el perro? —preguntó al unísono el grupo que me rodeó, mientras una madre angustiada sacaba apresuradamente de su bolso un papel para escribir. A mi alrededor, los rostros sombríos de mis amigos. Todo el vecindario estaba preso del terror.
—“Mire mijo” —me espetó un señor, cuando me vio dudar—. ¡Que de esa vaina se muere la gente!
Ante tan temible argumento no tuve más remedio que empezar a nombrar los amigos mordidos, rasguñados o que alguna vez Pinky siquiera los hubiese rozado.
Sentencia rechazada de ipso facto por alguno de los señalados. Ya habían escuchado que nos pondrían entre dieciocho y veintiuna vacunas a cada uno, según lo grave del caso. De más está recordar el trauma que significaban las inyecciones en los años de nuestra niñez —y siempre—.
Todos estaban que se morían de miedo. Sus padres los traían a rastras hasta mi casa, para aclarar la situación. Todos con dolor de estómago.
Un segundo grupo, por su lado, revisaba piernas y brazos buscando cualquier indicio de lesión en sus pequeñines. Y así, a medida que pasaban las horas y se ajustaban los métodos inquisidores y amenazas de no salir nunca más a la calle. Aquello se convirtió en un pandemónium.
El espanto entre mis compañeritos menores fue creciendo. Al no comprender la naturaleza de la enfermedad, empezaban a luchar para librarse del tratamiento, exhibiendo sus mejores dotes histriónicas: el “te lo juro”, “yo no fui”, y “a mí no”; se confundía con un rotundo: ¡A mí sí me mordió! de los mayorcitos, que ya se habían enterado de los estragos terribles que podía causar tan penosa enfermedad.
Se citaban casos precedentes de personas enfermas de rabia, quienes, cual zombis modernos, mordían como perros feroces. Babeaban y había que amarrarlos a las camas, entre espasmos y sacudidas, para evitar que atacaran a las gentes en su agonía final. Todo era confusión y miedo.
Con el panorama amenazante de la infección mortal sobre nuestras cabezas, —el período de incubación, el tiempo mínimo necesario para la vacunación y la dificultad de verificar con certeza a los expuestos al contagio—, los especialistas decidieron por unanimidad aplicar el tratamiento de dieciocho y veintiuna vacunas, para decirlo con cierto humor, a todo aquel que hubiese paseado, jugado o siquiera saludado a Pinky, -o a mi-, así como a quienes hubiesen visitado mi casa en las últimas semanas... aunque solo hubiese sido con el pensamiento.
Solventada esta primera etapa del conflicto, se procedió a gestionar la gran cantidad de dosis necesarias, que para la fecha eran exageradas, para tan pequeña población. La urgencia de encontrar las medicinas inexistentes en el ambulatorio y la carrera contra el tiempo se tradujo en múltiples comunicaciones telefónicas y personales entre mi casa, mis padres, los médicos, el gobernador, la capital y viceversa. Angustia total.
Finalmente llegó la noticia del gran alivio. Habían llegado los medicamentos.
Cada tantos días acudíamos a la sanidad para hacer la cola del necesario martirio. En fila india, de menor a mayor, esperábamos turno.
—¡Los del mal de rabia se me forman aquí! —ordenaba una enfermera ceñuda, con la ampolleta en lo alto de la mano.
—¡Me hacen una fila de esta puerta hasta la salida del ambulatorio, del más chiquito al mayor!, agregaba.
Los grandecitos éramos inyectados en brazos y piernas. Adentro, detrás de unas cortinas, divisé a mi hermanito tendido en una camilla. Un par de enfermeras manipulaban una jeringa en su barriga, mientras lo consolaban acariciando su cabeza.
Y un día, y dos. Y esa larga fila. Y cinco y siete días. Y diez puyazos y faltan ocho más, y ¡Ay! Y catorce y... Ay, Dios.
Las autoridades y familiares buscaron posibles mordidos en Los Teques. Luego, en Caracas, por los primos que me visitaron en ese lapso. Aunque algunos no se habían ni acercado al perro, el criterio de los médicos era inocularlos a todos ante la duda. Y la vacunación se dividió en dos grupos, “los de aquí y los de allá”.
Con el susto en el cuerpo, estoicamente esperábamos nuestro momento para el doloroso pinchazo. Todos, menos el zagaletón de quien Pinky me defendió.
El muchacho, mano y vientre vendados, aceptó resignado la primera dosis de las veintiuna que le tocaban, por la seriedad de las heridas. Al otro día, la segunda. Y al tercer día se lio a puñetazos contra médicos y enfermeras. Se abrió camino a trompicones entre los asistentes y huyó despavorido como si el espíritu de Pinky lo estuviera persiguiendo.
Aterrado por las diecinueve inyecciones que restaban, se internó en lo más profundo de la barriada donde vivía. Hubo pues que activar una comisión policial para capturar al prófugo de los pinchazos, quien, una vez detenido fue trasladado a las dependencias policiales donde permaneció encerrado hasta la última gota del tratamiento.
Como consecuencia de la resonancia del caso en la población, se comenzaron a implementar campañas sanitarias de vacunación de animales contra este mal. A partir de esa fecha se hizo frecuente la exhibición de la plaquita identificadora colorida en los collares de las mascotas “antirrábica nº xxx”.
También, debo decirlo, presencié alguno de los lamentables exterminios públicos de los perros callejeros, otrora amigos de Pinky, que no relataré para no herir, aún más, susceptibilidades.
Capítulo XIII
He redactado hasta aquí este testimonio de un hecho ocurrido hace más de medio siglo. Lo he contado una y otra vez , tal como lo he descrito en estas páginas. Siempre lo relataría igual: es mi recuerdo. Y mi verdad.
Sin embargo, estoy seguro de que peco al no mencionar gestiones que no presencié durante aquellos aciagos días: personas, instituciones, mi familia, mis vecinos... incluso quienes, sin que yo lo supiera, hicieron valiosos aportes y esfuerzos ante la alarma generada por este caso, para que el desenlace fuera el mejor posible.
Es un relato contado desde el punto de vista de una criatura, de adentro hacia afuera. Como si en el mundo solo hubiesen existido un niño, su perro y sus circunstancias.
Quiero imaginar a aquel muchacho —tan distante de mí hoy— caminando por las calles de un pueblo lejano con su perro. ¡Orgulloso! Aquí, allá, y en cualquier parte del mundo.
Estoy seguro de que muchas historias similares se repiten a diario en los confines del planeta, porque la hidrofobia o «mal de rabia», como popularmente se le conoce, continúa cebándose con miles de personas cada año, la gran mayoría niños.
Imagino que en algún lugar de Asia, África o Latinoamérica, donde la enfermedad arrecia y mata, hay pequeños que, en este mismo instante acarician a algún animalito enfermo, ajenos a los ojos de los mayores.
Ojalá esos niños y niñas logren sortear los obstáculos que se les presenten, para que no se rompa la cadena de acciones fortuitas que culminan en la entrega oportuna de la muestra al hospital, para su análisis, detección y tratamiento.
Esperemos también que las sociedades más castigadas por este flagelo avancen en sus recursos preventivos y médicos, para que nunca más se repita esta historia.
Solo así tendremos un final feliz.
FIN
Contacto: Pedro Alberto Galindo Chagín
Email: pedromerida52@gmail.com
Registro de Propiedad Intelectual
TF-65-22, 765-756239
Oficina Provincial de S/C Tenerife. Islas Canarias.
Nº Asiento registral 00/2022/2065. España